Quizá le resulte familiar esta escena. Está en el trabajo, en una presentación, y de pronto escucha cómo su jefe o un compañero se adueña de una idea que en realidad es suya. Todos aplauden la brillantez del planteamiento, pero nadie tiene ni idea de que usted es la verdadera mente pensante. En momentos así, es casi inevitable sentir una oleada de rabia subir por el pecho. Esa emoción puede arrastrarle durante horas, dejándole desconcentrado, dolido y enfadado. Atrapado en un bucle mental negativo, imaginando una y otra vez cómo podría destapar al impostor en la próxima reunión y reclamar el reconocimiento que le corresponde. Es muy probable que acabe el día agotado, frustrado y con un nudo en el estómago. También es posible que, al sentarse finalmente en el sofá de casa, se pregunte: ¿Sirvió de algo toda esa furia? ¿Cambió de alguna forma la situación o solo le produjo daño?Para el psicólogo Pedro Jara, con 30 años de experiencia como terapeuta y profesor en el Departamento de Psicología Básica y Metodología de la Universidad de Murcia, la respuesta es clara: no, no le sirvió de nada en absoluto. Ni a usted, ni a nadie. La rabia, al igual que la culpa, es lo que él llama una “emoción fósil”. Un vestigio emocional de otros tiempos, útil cuando vivíamos en la selva y necesitábamos responder con violencia o sumisión para sobrevivir, pero completamente innecesaria en los entornos sociales, laborales y personales en los que nos movemos. En su nuevo libro, titulado Emociones fósiles (editorial Aguilar), Jara plantea, en definitiva, que no todas las emociones nos sirven para algo. Algunas, más que ayudar, estorban.Más información“La rabia y la culpa son fósiles vivientes, emociones literalmente cavernícolas, atavismos emocionales que siguen vigentes en un mundo moderno en el que las condiciones para el desarrollo y el valor adaptativo de estas emociones ya es prácticamente inexistente”, explica el autor, que pone el siguiente ejemplo con la emoción de miedo. “El miedo a las arañas y las serpientes tiene una base biológica arraigada en el hecho de que siempre hemos tenido que convivir con serpientes y arañas peligrosas. Pero en los contextos actuales ese miedo es irracional. Tiene una base biológica explicable y comprensible, pero no es apropiado, adaptativo ni inevitable”, asegura.El miedo a las arañas y las serpientes tiene una base biológica arraigada en el hecho de que siempre hemos tenido que convivir con serpientes y arañas peligrosas. Pero en los contextos actuales ese miedo es irracional. Tiene una base biológica explicable y comprensible, pero no es apropiado, adaptativo ni inevitable.PhotoAlto/Odilon Dimier (Getty Images/PhotoAlto)Jara defiende en su libro que desde la Prehistoria el ser humano ha evolucionado mucho en términos sociales, legales y culturales, pero el software emocional sigue siendo muy parecido. Aleix Comas, profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la UOC, coincide con él en que muchas de nuestras emociones han ido perdiendo su función inicial, pero con algunas salvedades. “La mayoría siguen teniendo parte de función adaptativa, si por adaptativa entendemos que nos ayudan a regularnos en sociedad”, explica. “La rabia es una herramienta que nos ayuda a movilizarnos y a poner límites. En terapia, por ejemplo, la aprovechamos como un motor de movimiento en aquellas personas que suelen sentirse paralizadas por el miedo. Y la culpa, en dosis muy bajas, facilita la reflexión, a pesar de que es una gran herramienta de control social”.Seguimos siendo psicológicamente primatesSegún Jara, hay multitud de emociones más que han funcionado bien durante milenios, pero que hoy nos hacen pasar malos ratos y tomar decisiones equivocadas. El psicólogo se detiene, por ejemplo, en los celos. Quien los sufre sabe que pueden trastocar la vida de una persona hasta límites fatales, que se lo digan si no al Otelo de Shakespeare, que habló así de este sentimiento: “Son los celos, un monstruo engendrado y nacido de sí mismo”.Los celos tienen un arraigo en nuestra biología debido a que cuando no existían métodos anticonceptivos fáciles, así como pruebas genéticas, la única forma que el hombre tenía de asegurarse de que la descendencia era efectivamente suya consistía en mostrar conductas de vigilancia y control sobre la mujer, así como intimidatorias contra otros machos que pudieran cortejarla.Bob Thomas (Getty Images)“Los celos tienen un arraigo en nuestra biología debido a que cuando no existían métodos anticonceptivos fáciles, así como pruebas genéticas, la única forma que el hombre tenía de asegurarse de que la descendencia era efectivamente suya consistía en mostrar conductas de vigilancia y control sobre la mujer, así como intimidatorias contra otros machos que pudieran cortejarla”, explica Jara. “La mujer, por su parte, en el mundo primitivo, necesitaba usualmente la protección y provisión del hombre, en especial durante sus amplios y vulnerables periodos de embarazo, crianza y lactancia, por lo cual tenía sus propios motivos para controlar que el padre de sus hijos no se fuera con otras mujeres”.Nuestra sociedad es diferente, pero los celos son los mismos. “Hemos ido más rápido de lo que nuestra mente ha podido procesar”, explica Comas. “Se ha generado un desequilibrio entre lo que vivimos y lo que utilizamos para regularnos (las emociones), lo que provoca que tengamos respuestas emocionales incongruentes con nuestras vivencias”. El psicólogo vaticina que, con la llegada de la inteligencia artificial, estas discrepancias aumentarán de forma exponencial.“Seguimos siendo psicológicamente primates en un mundo en el que nos esforzamos torpemente por no serlo”, asegura Jara. “El mundo y los modos de vida que nuestro progreso ha desarrollado no van acorde a nuestro progreso interior, no hay una adecuada actualización adaptativa de nuestras habilidades emocionales y cognitivas, de nuestra lucidez en la apreciación de la realidad ni de nuestras habilidades relacionales. El cambio interior real no se ha estimulado, y continuamente creamos estructuras y juguetes que manejamos mal. Hay cambios culturales, pero se preserva la estructura y el paradigma mental, que es el nivel al que necesitamos cambiar”.¿Es posible acabar con estas reacciones anticuadas?La hipótesis de Emociones fósiles es contraria a la que se maneja habitualmente en la doctrina psicológica dominante. El autor defiende, al igual que esta, que no es adecuado reprimir, negar o culpabilizarnos por nuestras emociones, pero está en desacuerdo en otro punto fundamental: que hay que asumir que el enfado y la culpa son saludables en ciertos casos. “Creo que no hay una manera adecuada y defendible de gestionar esas emociones”, explica. “En mi opinión, es una falacia hablar de rabia o culpa saludables. Lo que propongo es salir de esta falsa y peligrosa dicotomía entre reprimir, negar o culpabilizar por un lado, o justificar y hasta alentar en otros casos. Necesitamos imperiosamente un cambio de actitud, una alternativa que verdaderamente promueva, individuo a individuo, el trabajo deliberado hacia la maduración psicológica, cultivar nuestra atención al progreso interior, a la evolución de nuestra conciencia”.Jara apuesta por el autoconocimiento, fijarnos en nuestros síntomas, conflictos y heridas internas. “Cuanto más nos duele sentir, recibir o experimentar algo, más atención comprensiva y más indagación atenta deberíamos poner en ello cada vez que aparece”, asegura. “Esto no es reprimir ni justificar, sino aceptar para entender, asumir, para poder mirar y conocer. ¿Y qué ocurre cuando hacemos sistemáticamente tal cosa? Que la rabia y la culpa se van diluyendo, se van desinstalando de nuestras estrategias mentales, que el mejor autoconocimiento facilita un mejor conocimiento también de la realidad externa, y que todo lo que no es apropiadamente funcional empieza a caerse naturalmente”, considera.No es adecuado reprimir, negar o culpabilizarnos por nuestras emociones, pero hay que asumir que el enfado y la culpa son saludables en ciertos casos.Kinga Krzeminska (Getty Images)El doctor Comas también aboga por el autoconocimiento y la educación emocional para que podamos gestionar lo que sentimos. No obstante, plantea sus dudas. “No tengo claro hasta qué punto podremos ‘cambiar’ nuestras emociones con la educación y la cultura: ni con los psicofármacos logramos cambiar totalmente lo que uno llega a sentir, en todo caso logramos embotarlo. Si eliminamos nuestras emociones o las cambiamos por otras que nos gusten más, no tendremos información realista sobre qué necesidades estamos teniendo (el famoso ‘no sé qué me pasa, solo sé que estoy mal’). Y esto, a su vez, dificultará en gran medida que podamos realizar acciones congruentes para cubrirlas y sentirnos en paz”, comenta.“Por supuesto, admito que se trata de una utopía”, señala Jara, “pero no de una quimera, y, por tanto, debería ser inexcusable emprender decididamente esa orientación. Teóricamente, es posible y cualquier grado de logro en tal sentido es valioso. Tenemos que ser serios y entrar en los problemas de raíz, pues de lo contrario seguiremos siendo meros homo intelectus, niños amplificados, y no verdaderos homo sapiens”, sostiene.

Rabia, celos o culpa: las emociones fósiles que no sirven para nada pero nos cuesta dejar atrás | Estilo de vida
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