Uno de los vídeos que más veces habré visto es el del concierto que Metallica dio en Moscú en el año 1991. No es que la banda de Los Ángeles esté en la lista de los cinco grupos más escuchados de mi vida. Con dificultad entraría en el top diez (nótese, por favor, el guiño a Rob Fleming), pero hay algo en las imágenes de esa tarde moscovita que siempre me ha fascinado. Los militares soviéticos agitando sus chaquetas como si fueran bufandas al viento, la masa humana botando al ritmo de las guitarras eléctricas, la pasión desbordada de James Hetfield y compañía, sabiéndose en una cita histórica y, sobre todo, un detalle que a la mayoría de quienes han visto el concierto les habrá pasado desapercibido: un plano de apenas unos segundos en el que se distingue a un hombre calvo (calvo de los de antaño: cima despejada y laterales poblados) vestido de traje, agitando la cabeza en trance metalero, con la mirada en el suelo y el puño en alto. De alguna manera, siempre entendí algo disruptivo en esa presencia, la de alguien que, por su imagen, no debería estar ahí y que, sin embargo, se funde en la marea no solo como uno más, sino incluso como el mayor implicado. A veces he vuelto a ese vídeo solo para detectar de nuevo, como a un Wally anómalo, la presencia de ese hombre gris y normal entre la masa metalera.Me acordé de ese hombre esta semana, viendo el resumen de la semifinal de la copa de Alemania en la que el Arminia Bielefeld, un equipo de la tercera división, eliminó al Bayer Leverkusen de Xabi Alonso, actual campeón de la Bundesliga. Los Die Blauen ganaron por 2-1, pero comenzaron perdiendo. En el videorresumen hay un plano de la grada en el que se distingue a una mujer de mediana edad, pelo corto, gafas y un poco pasada de peso, que se limpia una lágrima con gesto de emoción contenida. Al verla, pensé en lo alejadísima que está esa imagen del estereotipo hincha, de lo que el algoritmo se empeña en decirnos que es el cliente (y el futuro) del fútbol y lo maravillosamente bien que representa lo que a algunos nos enamora de este deporte.Al fin y al cabo, la misma presencia de un equipo de tercera división en la final de copa, tiene ese mismo punto disruptivo que señalaba en el hombre del vídeo de Metallica. Es inusual y extraña y, para algunos, incómoda. Tiene algo que atenta contra la lógica del negocio, y eso es bueno. No me cabe duda de que quienes monetizan este asunto del balón celebran finales como las que nos espera en España (un nuevo partido del siglo, otro más). Pero para los románticos, los que entendemos que el fútbol es una celebración comunitaria, una excusa para juntarnos con quienes queremos para pasar un buen rato juntos, la clasificación de un equipo modesto para una gran cita es siempre algo a celebrar. Cómo serán los días de las próximas semanas en la ciudad de Bielefeld, qué conversaciones llenarán las rutinas de sus habitantes, las colas en la carnicería, los recreos en las escuelas, los interminables cafés de los jubilados.Ayer hizo un año exacto de la victoria del Athletic Club en la final de Copa. Tuve la enorme suerte de poder ver aquel partido en la grada, con mi hijo mayor. Esta semana hemos recordado aquellos días, que vivimos mano a mano: el viaje en coche, las visitas a Cáceres y Mérida, aquel atasco en el que tuvimos la ocurrencia de poner a todo volumen el himno de nuestro club. Qué bien lo pasamos, me dijo, con un brillo en la mirada que me hizo sentir muy feliz y recordar que él, como yo, guardará esos momentos para toda la vida. Con nuestras sonrisas acompasadas, pensé: pobres de aquellos que creen que esto del fútbol se trata de ganar, ganar y ganar (partidos, dineros), y que hacen ese su objetivo o, peor aún, su rutina.

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